jueves, 9 de junio de 2011

El Tsunami Fantasma.


II 
La escenografía de la galaxia se dejaba caer en las profundidades, en aquella faz del golfo comenzaba la noche. La luz de la luna engullía desde el oriente toda aquella negrura incontenible dejando únicamente sombras esqueléticas y  quebradizas.  Solamente permanecía aquella mancha, aquel rebaño de nubes apiñadas sobre la bahía como una gigantesca bolsa de bruma apenas arañada por el parpadeo de los faroles, guardando el ruido de un oleaje adormecido, las voces dispersas de las campanas de las embarcaciones, los ladridos de unos perros perdidos.
El efecto del Tsunami Fantasma desvanecía la tinta de los carteles que anunciaban el baile local, empañaba con encajes de gotas el vidrio de los aparadores, las ventanas de las casas que no pudieron clausurar los desplazados,  y el reloj de la plaza que pese a todo marcaba las nueve en medio de las palmeras. Con sus diminutas fauces familias de percebes y bellotas de mar colonizaban los postes, los bancos, y cualquier greca en la arquitectura del puerto.  Por doquier  se volvían más perceptibles las entidades marinas; la niebla había hecho crecer esponjas  sobre las piedras de los muros,  corales en las macetas de los balcones,  musgo oceánico en el cementerio, en la pila del agua bendita que semeja una gran concha en la entrada de la iglesia anidó una suerte de anémonas fosforescentes.
Ya avanzada la noche, algo hizo que todos aquellos ramilletes de cirrípedos en la onceava avenida se cerraran de repente. Un extraño ser  venía removiendo la bruma, emergiendo  primeramente como un centelleo,  estrujándose, ondulando  hasta terminar en una forma perfectamente cilíndrica, husmeando entre los carros atascados en las dunas. Era el haz de luz proveniente de una linterna que venía atravesando lo confuso. A su lado se definía también la silueta de una vieja escafandra con un tanque de oxigeno prendido con correas a la espalda, hundiendo el hierro de sus botas en las arenas, abriéndose paso entre  una caravana de cangrejos trashumantes. Con el sonsonete de su respiración recortó el silencio, y mientras caminaba por la calle iba acompañando con aquel aliento de plástico y cobre a los susurros de los faroles agonizantes, aquella evaporación verdosa en la obscuridad que, extraviándose en la escotilla de la escafandra, se devolvía igual que el reflejo de una llama resplandeciendo en el ojo de un cíclope.

Llevaba la mitad de la noche explorando las calles principales del puerto. Se había ido perdiendo en la zona en cuarentena, siguiendo el ladrido de unos perros hasta  que finalmente encontró que dicho sonido se venía fugando desde el patio del barbero. Recapacitó entonces; después de aquel desalojo tan inesperado no sería en absoluto extraño encontrar a unas cuantas mascotas abandonadas por sus despavoridos dueños.
Se detuvo en medio de la calle. Apuntó  firmemente con la linterna hacia los ribetes rojos del establecimiento mientras le surgía la imagen de los dos labradores en un día de verano: la hembra, que siempre agitaba la cola a la llegada de los clientes; el macho,  que constantemente se echaba bajo el ventilador que revoloteaba en el centro del techo. Aquel explorador ingresó así en la barbería. Los interruptores de la luz no funcionaban, la sal que flotaba en el aire los había fastidiado. Se internó entonces en la casa cavernosa, mientras entonaba aquel sonsonete pulmonar parecía dejarse llevar por la luz de la linterna y por la compasión, que desde el fondo de aquellos de remaches y correas no dejaba de alentarle a reventar la cerradura y liberar a aquellos desdichados animales. Pronto, a través  de las gotas del espejo se encontró de frente con su propia imagen, aquella escafandra vieja en la que se había metido para protegerse del veneno, de frente con el brillo de las navajas y las tijeras que colgaban inertes del lugar de los utensilios, con la vieja fotografía de una hermosa cantante que le coqueteaba desde detrás de una dedicatoria, y el equipo local de futbol sosteniendo un banderín en el que se leía “Tiburones de Puerto Astillero – 1961”. En su recorrido se encontró con plastas de revistas aglutinadas por la humedad, y un letrero en la pared al que poco a poco se le escurrían las palabras y los precios: “Cortes de pelo y afeitado con toalla caliente disponibles, varones y niños…”. Ya que los ladridos habían cesado era de suponer que los perros habían olfateado la presencia de un humano. Un miedo resbaladizo penetró dentro de su traje provocando el ascenso de su respiración, la presión de sus latidos, impulsando un escalofrío asfixiante que le cubría completamente de agua salada. Quiso de inmediato encontrar el sonido de las olas, pero estas se encontraban ya muy lejos, detrás de demasiados muros. No le quedó otra solución, siguió avanzando por la sombra de la casa tratando de encender  bombillas inservibles, tropezando con ritmos estridentes en las goteras, en el rechinar del suelo de madera, y más adelante, en los rasguños  de aquellos animales sacudiéndose contra la puerta del patio, una puerta semitransparente que finalmente la linterna había hallado en la cocina, a través de la cual difícilmente pasaba la imagen de los rostros empapados y temblorosos de dos perros.

Tocó el cristal a través el guante de lona y las narices y las lenguas se untaron contra las grecas. Los gañidos parecían decir “por piedad, abrid la puerta”. Segundos después envolvió la cerradura con los dedos haciéndola girar. Abatido por enormes aullidos, arrastrado en la oscuridad por el peso del tanque de oxigeno, el personaje de la escafandra retrocedió consternado cayendo con los talones atorados en el cable de una aparato doméstico, mientras, los animales se arrojaban violentamente hacia la calle por el umbral abierto de la puerta.

- ¡Mierda! – Exclamó aquella voz desde dentro del yelmo. No era una voz áspera, era una voz benigna, la voz de una mujer, una resonancia subterránea que  se transformó inmediatamente en gritos al vislumbrar a los dos animales pasando por encima de sus piernas, iluminados por la linterna que erraba en círculos sobre el suelo.  Pudo mirar sus colmillos, el destello de sus collares, pelo, y el resto de ellos, que no era del todo similar al cuerpo de un perro. La emoción le lanzó hacia arriba. Con una mano sobre el fregadero y con la otra rescatando la linterna consiguió levantarse. Salió detrás de ellos martillando el piso con el hierro de sus botas, apenas pudo alcanzarlos con la luz, disparados por el hambre con dirección al mar que esperaba al final de la calle, si bien ya habían perdido las patas traseras seguían arrastrando la mitad de sus cuerpos convertidos en colas fusiformes. El personaje de la escafandra respiró feroz al lograr comprender que lo que le había llevado hasta ahí no había sido el ladrido de los perros,  si no la voz de dos labradores transformándose en lobos marinos.